martes, 5 de mayo de 2009

Delirios en Casablanca

Buscando a Sam, padecí a Ronald.
Tras cuatro días de fatigar tierras africanas, llegué a Casablanca orillando el delirio en la idea de hallar en algún rincón a Humphrey Bogart y a su negro amigo pianista.
Sin embargo, no hubo Humphrey, ni pianos ni amores de espías escapados del yugo nazi en viejos aviones.
En su lugar, como un lastimoso tormento, un ocasional compañero de cuarto llamado Ronald me privó del descanso durante toda una noche.
Malditos ronquidos.
Casablanca fue el tercer capítulo de mi rumbo moro.
Habia llegado a Marruecos desde España, navegando efímeramente el estrecho de Gibraltar en un ferry que me dejo en apenas 50 minutos en costas moras, ya debidamente al amparo de Ala y sus fieles guardianes de cimitarras celestiales.
Tetouan (la otrora capital del protectorado hispano en sus dominios transmediterráneos, fue mi primer hogar en suelo africano. Ociosas noches de té negro con hierbas buenas en las veredas, sombras de babuchas en la laberíntica medina y el rezo omnipresente del almuecín en los minaretes me hicieron compañía durante dos días, antes de partir en un micro en estado de extremaunción hacia costas atlánticas, cruzando las alturas del Riff.
Una noche brumosa me recibió en la imperial Rabat, sede del gobierno de Marruecos y eterno descanso para el cuerpo de Mohammed V, padre de la independencia marroquí y abuelo del actual rey. Un enorme mausoleo y varios guardias montados en esplendidos caballos velan por su sueño, que ya no es asunto de este mundo.
Y desde allí, desde la capital de estos suelos y empujado por aquella obsesión hollywoodense, puse proa a Casablanca.
Ahora, con los ojos a media asta tras una noche en vela, partiré a Marrakesch, la misma cuya sola mención agita las memorias con historias de encantamientos árabes y mecas hippies de épocas setentosas.
Tal vez allí, perdidos en los arcanos mercados de su medina, encuentre finalmente a Bogart y a Sam, confusos en un viaje sin rumbo.